
Tampoco es nada nuevo que en ocasiones ese miedo se transforma en un odio irracional cargado de violencia. Sucede entonces algo que siempre me ha dejado pasmada. Unos hombres despojan a otros de su condición humana, los rebajan a categorías supuestamente inferiores de existencia para poder matarlos, torturarlos y humillarlos. Dicen, por ejemplo, son perros, no hombres. Porque parece que resulta más fácil pegarle un tiro entre ceja y ceja a uno que te mira con ojos de perro.
Tampoco es nada nuevo que en medio de los horrores que la historia nos procura repetidamente siempre hay unos pocos que mantienen la mirada pura y no ven en el otro nada más que lo que limpiamente es: otro, sí, pero tan igual que podría ser el propio reflejo en un espejo.
Basta atravesar el muro o la verja, cambiar el hábito, ponerse un pijama de rayas para que ya no haya diferencia perceptible. Ya somos, entonces, el otro. El otro con su mismo y dramático destino.
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